Los cuadros de Anna-Maria Kursawe –realizados en su mayoría con la técnica de pintura al temple de huevo y pigmentos naturales– se caracterizan por un denso colorido y una estrecha relación entre el espacio pictórico y la superficie abstracta del lienzo. Con frecuencia las obras se estructuran desde un no-lugar: el espacio como tal está claramente construido en el cuadro y los objetos individuales que forman parte de la representación están ubicados en una posición concreta de la composición. A pesar de ello, ningún lugar allí representado es reconocible. Asimismo, la luz se ha liberado de una situación específica. Se trata de lugares donde ya no se permanece más, aun cuando no se ha llegado a ellos. Es la ausencia de un contexto fijo. Las obras de la artista suelen mostrar arquitecturas, interiores o situaciones intercambiables, como las que encontramos en lugares funcionales modernos como aeropuertos, obras de gran infraestructura, hoteles, zonas urbanas marginales o incluso en el espacio digital. Son lugares de anonimato y movimiento. El elemento estructural más importante de las pinturas es la conexión entre espacio, tiempo y superficie, así como las interacciones entre dichas categorías. Los espacios y las representaciones de lugares generan, a través de sus cruces y reordenación, ambigüedades visuales en la percepción del espectador. Así, los lugares se empapan de algo pasajero, algo que no se puede experimentar con exactitud. Los personajes del cuadro pasan a formar parte de los espacios y son tratados pictóricamente tal como sus alrededores, renunciando a un entorno social específico. Los cuadros de Anna-Maria Kursawe reflejan las condiciones de vida contemporáneas, a menudo marcadas por su permutabilidad y la rapidez de los cambios. Esta concepción es también trasladada a sus obras de arquitectura mural. Éstas últimas suelen ser más abstractas y disolver los límites de la arquitectura construida, activando el espacio mediante acentos mínimos y haciendo tangible una espacialidad fluida y extensa.